La bolilla era una de las dos en las que se estudia el Poder Legislativo. Los que mandan en la cátedra me pidieron que resalte la idea de que el Congreso es el ámbito más representativo de la democracia y que no tiene la facultad de dictar leyes por un capricho histórico o constitucional sino que hay razones profundas para que esto así sea.
Decidí encarar la cuestión desde el punto de vista de Nino y su
Constitución de la democracia deliberativa. Y hablamos de representatividad como mal menor (ante el supuesto de que el derecho, para ser válido, requiere que quienes se vean afectados por las normas tengan participación en la creación de la misma). Y hablamos no sólo de representatividad, sino de
debate, deliberación y
argumentación. Entonces nos fuimos al
conflicto del campo y pedí voces a favor y en contra de las retenciones, para diferenciar argumentos
normativos (de distinto tipo)
de los simples argumentos basados en
intereses (nadie dio este tipo de argumentos, como se esperaba; y hubo un sólo estudiante pro Gobierno)
. Es que el tema del campo es útil para analizar estas cuestiones. Se supone que cuando las partes se sientan a una mesa de diálogo, se proponen distintos
argumentos para sustentar distintas posiciones. Probablemente, muchos de esos argumentos sean
normativos puros y otros del tipo de esos que en realidad
esconden intereses. Pero el diálogo, además, se da en un marco en el que las partes tienen medidas de acción directa a disposición, y las utilizan, ya sea en forma efectiva o en forma de
amenaza.
En este juego de
argumentos y
amenazas se da la
deliberación efectiva sobre este conflicto. A esto se suma el hecho de que la discusión se lleva a cabo en
dos ámbitos distintos: las mesas que comparten --con intermitencias- las dos partes del conflicto y el escenario mediático, a través de manifestaciones públicas y colectivas de los sectores, dónde también se dan
argumentos normativos pero son básicamente demostraciones de
fuerza que sirven para sustentar la credibilidad de las
amenazas (y a veces son el cumplimiento de la amenaza misma). Pero hay un hecho que llama la atención, y es la
descalificación del carácter de
interlocutor válido del otro que se dio en los últimos tiempos. Después del acto de Rosario del ultimo 25 de mayo, el Gobierno decidió suspender una reunión prevista para el día posterior porque durante el acto se había
afectado la investidura presidencial y se había faltado el respeto a la Presidenta.
Suponiendo que sea cierto, ¿eso justifica negarle al otro el carácter de interlocutor? Como argumento normativo, es
equivocado: la expresión pública de descontento es uno de los derechos más básicos de un sistema democrático y los funcionarios públicos deben ser absolutamente tolerantes con los disensos, incluso con los más duros y ásperos, que suelen ser los que más molestan. Sobre esto
se ha dicho mucho y mejor que lo que podemos decir aquí.
Esa
negación de interlocución es expuesta magistralmente por el politólogo de la UBA Agustín Calcagno en una nota de Página/12 de hoy. La estrategia consiste en colocar al discurso 'del campo' afuera de la democracia. Los motes de golpistas y desestabilizadores van por ese lado. Esta protesta contra el Gobierno es atentar contra la República. Para Calcagno, la posición de 'los ruralistas' es intolerable en una democracia.
El autor recurre al viejo y anacrónico artículo 22 de la Constitución Nacional, que establece que “toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste comete delito de sedición”. Podríamos decir que es el mismo argumento que la derecha usaba para cuestionar a los movimientos piqueteros (creo que una vez lo escuché a Eduardo Feinmann decir algo parecido), pero sería un argumento
ad hominem y Nino nos sacaría a patadas si lo usáramos. Basta decir que la interpretación que Calcagno parece hacer de este artículo
se da de bruces con el artículo 14 y 32 de la Constitución y el artículo 13 de la Convención Americana de Derechos Humanos. Porque Calcago dice lo siguiente.
"Las entidades que representan a las pequeñas, medianas y grandes empresas agropecuarias están convirtiendo un reclamo sectorial en un abierto desafío a la Constitución Nacional. En primera instancia al arrogarse para sí el derecho de representación política y pretender tomar decisiones para las cuales existen autoridades pertinentes, ya que 'el gobierno federal provee a los gastos de la Nación con los fondos del Tesoro Nacional, formado (entre otros elementos) del producto de derechos de importación y exportación'".
Decir que el Gobierno tiene facultad para tomar una decisión y decir que todos los afectados por la misma deben aceptarla es un argumento
demasiado pobre como para ser considerado seriamente. Desde este punto de vista, la desobediencia civil contra medidas injustas es injustificable. Por otro lado, si a esto le agregamos la forma en que se tomó la decisión que desató el conflicto (una excesivamente unilateral
resolución ministerial), el argumento del derecho válido sobre el que descansa la tesis de Calcagno se cae, o al menos puede ser cuestionado desde el punto de vista de
validez del derecho que mencionábamos al principio.
El artículo sigue con una serie de consideraciones
tribuneras (compara a los líderes de la protesta con una junta militar) y culmina con un
ominoso llamado a
no tolerar esta protesta.
Cabe reflexionar sobre esta estrategia gubernamental. ¿Esconde este tipo de
argumentación normativa legal una velada
amenaza que forma parte de la discusión colectiva que se desarrolla sobre el asunto? ¿El llamado a no tolerar la protesta es en realidad una
amenaza de un interlocutor de la discusión de utilizar el poder represivo del Estado que legítimamente dirige? ¿O realmente Calcagno cree de buena fe en el argumento normativo que da?
Si se trata de un argumento normativo que busca romper el diálogo, se contradice con el argumento normativo a favor del diálogo como valor fundamental del sistema democrático. Y tenemos que definir,
normativamente, cual de los dos argumentos es válido. Argumentaría a favor el mío diciendo que en una democracia, hasta el discurso que llama a destruirla debe ser respetado. Y no sólo debe ser respetado, sino que debe ser considerado y debatido. Por suerte, no es el caso del discurso agrario, excepto en febriles elucubraciones ministeriales.
Si el argumento es, por el contrario, una amenaza,
poco suma.
Porque resulta evidente es que este conflicto está
más necesitado de
argumentos y de
diálogo que de ese tipo de demostraciones de fuerza de uno u otro lado, que en última instancia se reducen
a ver quien la tiene más grande que quien. Lo que no es muy sano que digamos.