En cierto sentido, lo que está pasando es hermoso, dotado de esa belleza extraña que hay en confirmar que uno estaba más o menos en lo cierto. O que el otro (llamémosle El Imbécil) estaba profundamente equivocado. Hoy una op-ed en el New York Times de Bob Herbert lo explica bastante bien.
No estoy aguantando la respiración, pero me gustaría ver a estos auto proclamados conservadores, fanáticos del gobierno pequeño, de la antiregulación y del libre mercado pararse y hacerse responsables por destruir la economía Americana y generar la peor crisis financiera desde la Gran Depresión.
Si, hay algo de hermoso en todo esto. Porque no puedo evitar pensar en todos los altos profesores, los estudiantes convencidos que en 1995 llevaban la remera de la reelección (¿se acuerdan del logo?) debajo de las camisas Polo. Recuerdo a un reverendo imbécil, economista de nota que está en la agenda de todos los periodistas económicos, pontificando a favor del libre mercado en mi colegio. En fin, todos los creyentes se callan cuando se descubre que (su) Dios ha muerto. Pero tienen la curiosa impertinencia de volver al ruedo del debate, y nosotros los dejamos porque somos (políticamente) muy liberales. Pero en tanto que inversores y banqueros, nuestros amigos rezan porque el Estado ausente que pontifican desde las cátedras y desde la tele y desde los diarios se presente puntual a sacarle las papas del fuego.
Pero me quiero apartar de todas las teorías económicas (que toco de oído), jurídicas, políticas y filosóficas y pararme en el terreno de la justicia (llamémosle) intuitiva. Y quiero hacerme una pregunta que me hice a propósito de la debacle de la plaza local en 2001.
Yo me pregunto... ¿para qué sirven las guerras?
¿Y si dejamos que todos los bancos quiebren, dejamos que el sistema se coma a sí mismo? ¿Qué pasa? Claro, los primeros perjudicados serán los niños, es decir, los ahorristas y pequeños inversores que confiaron en el sistema bancario pare depositar sus ahorros. ¿Y si agarramos a todos y cada uno de los ejecutivos, CEOs y financistas que participaron de la espiral especulativa, a los reguladores que no regularon y a los políticos que participaron de la política de la regulación "laxa" y le sacamos toda la plata hasta dejarlos en el mismo nivel que un -digamos- maestro, colectivero u operario textil (y eso porque somos buenos y nos dan penas sus hijos)? ¿Y si con toda esa plata tratamos de paliar los daños sufridos por los ahorristas? Y después, que el sistema se regenere a sí mismo desde cero, esta vez con regulaciones más severas. ¿Y si hacemos eso? ¿No hay algo esencialmente justo en que los responsables de romper el vidrio de la ventana de la vecina (por pegarle intemperadamente a la pelota) paguen de su bolsillo por el vidrio nuevo?
Es una hipótesis imposible, no va a pasar. Pero habla un poquito de lo injusto del plan de salvataje que se está debatiendo en el Congreso de los Estados Unidos. Y tal vez, la imposibilidad de la hipótesis y la necesidad del salvataje indiquen una profunda injusticia en el sistema. Y la pregunta, entonces, es qué hacemos con un sistema que deja a tantos rodeados de nieve, bajo la lluvia y por mil horas. Y a tantos otros en sus cómodas mansiones o sus casas de playa en los Hamptons.