La Argentina tiene demasiadas leyes y no cumple ninguna. Eso sí, siempre estamos atentos a modificarlas, a actualizar su negación. ¿Quién podría estar en contra de una ley que combate los monopolios informativos? Sólo dichos monopolios, claro. El proyecto K –o, al menos, lo que se conoce hasta ahora de él– es formalmente saludable y, tal vez, demasiado conciliador. ¿Por qué 12 licencias y no cuatro, o dos, o licencias que se otorguen según el ámbito geográfico y que no puedan coincidir en una misma ciudad o región? ¿Qué pasará con internet? ¿Hay algún apartado en la ley sobre el fenómeno más democratizador de la tecnología desde la aparición de la imprenta? ¿Quién podría, de buena fe, afirmar que está mal que las iglesias, los sindicatos, las universidades, tengan sus medios de comunicación? El problema de la ley no es la ley en sí, como siempre, sino lo que nos animaremos a hacer con ella. Si el sentido es perjudicar a un grupo o posicionar a otro, la ley no tiene sentido. Sería bueno que, alguna vez, nuestros dirigentes entiendan que están de paso y actúen en consecuencia, y que sientan que el mundo no termina cuando se levantan del sillón. Esta ley bien puede empezar a hacer justicia, pero esa justicia no puede hacerse desde el rencor de una tapa o el negocio del fútbol: no puede ser tan miserable el espíritu de ninguna ley. Si “desmonopolizar” quiere decir diez radios más para Electroingeniería, un canal para Rudy, una radio para los Prim, la nueva ley de radiodifusión será una broma de mal gusto.
Lanata, hoy en Crítica.
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