La discusión de ideas sólo puede darse en
diferentes espacios públicos, términos entendidos en la forma más amplia posible. Estos ámbitos pueden ser de la más diversas características.
Así, un debate se puede producir a lo largo de días en cartas de lectores publicadas en diarios. O en cuestión de horas en
bitácoras de Internet. Otros debates son cuidadosamente orquestados para ser transmitidos en vivo en el horario central. Otros son tan públicos como
lo alto de las voces que vienen desde el fondo del bar, al lado de la mesa de billar que está rota.
Pero toda discusión pública sobre una asunto requiere
algún grado de orden. La gente educada provee ese orden por propia voluntad, porque no le teme a las ideas extrañas sino que las mismas son parte fundamental de sus propias certezas: confirman su posición. La gente inteligente, además, las tiene en cuenta. La gente inteligente y humilde, sabe cuando cambiar de posición o al menos admitir matices en sus posiciones. En otras ocasiones, ese orden proviene desde afuera, muchas veces, de quienes organizan el debate.
Un principio clave de los debates ordenados es el de la
"igualdad de armas". A nadie se le ocurriría que es legítimo que en un debate presidencial un candidato pueda hablar diez minutos frente a las cámaras y que otro candidato presidencial lo deba hacer desde la tribuna o con menos cantidad de tiempo. En el afan de mantener este principio, las reglas de los debates suelen ser de lo más estrictas.
Porque lo que se quiere incentivar es
la expresión de las ideas racionales, y evitar los mecanismos no racionales de comunicación.
Todavía confiamos en el experimento del Gobierno democrático que se basa en la libre discusión de las ideas, la confrontación de las mismas y la decisión informada de los ciudadanos. Lo dijo el juez Holmes en el famoso caso
Abrams v. United States (1919):
“[La Constitución] es un experimento, como todo en la vida es un experimento. Cada año, si no cada día debemos hacer descansar nuestra salvación sobre alguna profecía basada en un conocimiento imperfecto” .
Ahora bien. ¿Qué son las campañas electorales si no
grandes debates espaciados en días? Al menos eso deberían ser: el hecho de que no lo sean es síntoma innegable de una serie de problemas que limitan y empobrecen al sistema del que estemos hablando.
Y si las campañas son debates,
los mismos deben ser regulados. Ahí está la razón por la cual el Código Nacional Electoral establece tantas prohibiciones
. O la causa por la cual se limitan las contribuciones de campaña a determinados máximos y se prohíben otras. Es la razón por la cual existe la llamada
veda electoral, la prohibición de realizar actos partidarios el día del comicio, entre otras tantas.
Se podrá discutir si esta clase de medidas
son eficaces o no en su intención de mejorar la calidad del debate democrático, pero soy de los que creen que es bueno que estas reglas existan. Hay quienes válidamente estiman lo contrario.
Sin embargo,
el libre debate no es más libre por carecer de reglas que lo ordenen. En ciertas condiciones, puede convertirse en un griterío en el que sobresaldrá quien tenga la voz más fuerte. Este ejemplo típico de cafetín porteño puede ser trasplantado a la arena política moderna. Sólo que la fortaleza de las voces no se juzgará por su volumen, sino por otros elementos. El dinero es uno de ellos.
En política, quien más dinero tiene, más fuerte grita.Esta es una realidad que busca ser controlada a través de distintos tipos de relgas que establecen límites a los gastos de campaña, espacios mínimos en televisión, etcétera. En Estados Unidos, estas reglas
merecieron ciertas objeciones constitucionales de parte de quienes entienden (no sin toda lógica) que la forma en que uno gasta su dinero para realizar actividades comunicativas es algo en lo que el Estado no debe entrometerse.
Este argumento pierde de vista que, de aceptarse un principio absoluto en ese sentido, el libre debate democrático estaría
dominado por los ricos. Y no creo que esa sea la intención de la Constitución (adecuadamente interpretada a través de los principios morales y éticos abstractos que contienen sus disposiciones concretas, para salvar previsibles quejas de los
originalistas, si es que hay de esos por estas
pampas).
Además, quien tiene más dinero
tiene más encuestas. Esto es así porque, las encuestas son mediciones parciales que pretenden ser representativas de un determinado colectivo. Se hacen muchas encuestas. Se difunden las que quiere el cliente. Quien más dinero tiene, más encuestas puede hacer. Y difundir las que le arrojen mejores resultados.
Yo creo que mercería ser objeto de debate
si las encuestas pre electorales satisfacen algún fin útil a la democracia. Están suficientemente probados los mecanismos psicológicos que en los individuos inclinan la balanza a favor de la opinión mayoritaria. Al respecto, puede leerse el imprescindible libro
La Espiral del Silencio de Noelle-Neumann. Las encuestas son técnicamente cuestionables y políticamente utilizables. Yo me pregunto si
un título como el de Clarín del domingo pasado es útil para la democracia (me pregunto otras cosas sobre
Clarín, pero esa es otra historia).
Son los títulos sobre los que se construye la idea del resultado cantado, que puede ser real o no. ¿A quien beneficia ese clima? A quien va primero en las encuestas. ¿Quien va primero en las encuestas? Quien tiene más dinero.
Es un círculo. Del tipo vicioso. ¿En qué se perjudicaría la democracia si el tiempo de reflexión en materia de encuestas se extendiera a dos semanas antes del acto eleccionario? ¿O el establecimiento de gastos fijos para todas las campañas?
En fin.
Son preguntas sin respuestas definidas. Pero con la extraña sensación de que el domingo algunos van arriba de un tanque, y otros con piedras y piedritas.
Escribimos esto antes de ver el post de Gustavo semi relacionado a esto, al que linkeamos aquí mismo. Ya habíamos hablado sobre esto a raíz de las elecciones porteñas.