
En los últimos días, las críticas de Cristina Fernández y el presidente Nestor Kirchner a la prensa nacional se alargaron más allá de lo usual. Lo que antes ocurría cada 30 ó 20 días, ahora ocurre casi a diario. En su afiebrado discurso senatorial de ayer, la primera dama cargó contra Adrián Ventura, Joaquín Morales Solá y Julio Blanck, tres de los principales columinstas de los dos diarios mas importantes de la Argentina.
La pregunta que cabe plantearse es la siguiente: ¿es motivo serio de preocupación la constante descalificación del matrimonio presidencial a la prensa?
A primera vista, pareciera que la respuesta afirmativa sería lógica. Es por lo menos extraño ver que un presidente y una senadora de la Nación digan todos los días que los diarios mienten, que callan verdades, que fueron cómplices de la dictadura, etcétera. Ellos dicen que están ejerciéndo el derecho de criticar a los medios, que cabría amparar en la garantía constitucional de la libertad de expresión que abarca a todos los ciudadanos y habitantes del país. Pero, no olvidemos, que no son dos ciudadanos comunes los que se quejan. Son el presidente de la Nación y una prominente legisladora que lidera la mayoría de la Cámara de Senadores. Son policymakers. Si la crítica se limitara a ser crítica, se trataría --en última instancia- de una cuestión de forma, de decoro público y republicano.
Pero la descalificación presidencial expresa la idea sobre la que se basan otras actitudes que traspasan las formas y van a lo sustancial. Y son de esas acciones de las que hay que preocuparse y mucho. El uso abusivo de la publicidad oficial, el acceso irrestricto a radios antes opositoras (léase Radio 10 de Hadad) para criticar a otros medios, el manejo dictatorial de los medios públicos (léase los levantamientos de los programas de Pepe Eliaschev y de Víctor Hugo Morales), la falta de diálogo con la prensa, la ausencia de conferencias de prensa, el temor de los ministros a hablar on the record, etcétera.
En suma, las rabietas presidenciales indican el estado de ánimo de de dos personas. Lástima que ese estado de ánimo, se expresa en actos jurídicos que sí violan la libertad de prensa.
La pregunta que cabe plantearse es la siguiente: ¿es motivo serio de preocupación la constante descalificación del matrimonio presidencial a la prensa?
A primera vista, pareciera que la respuesta afirmativa sería lógica. Es por lo menos extraño ver que un presidente y una senadora de la Nación digan todos los días que los diarios mienten, que callan verdades, que fueron cómplices de la dictadura, etcétera. Ellos dicen que están ejerciéndo el derecho de criticar a los medios, que cabría amparar en la garantía constitucional de la libertad de expresión que abarca a todos los ciudadanos y habitantes del país. Pero, no olvidemos, que no son dos ciudadanos comunes los que se quejan. Son el presidente de la Nación y una prominente legisladora que lidera la mayoría de la Cámara de Senadores. Son policymakers. Si la crítica se limitara a ser crítica, se trataría --en última instancia- de una cuestión de forma, de decoro público y republicano.
Pero la descalificación presidencial expresa la idea sobre la que se basan otras actitudes que traspasan las formas y van a lo sustancial. Y son de esas acciones de las que hay que preocuparse y mucho. El uso abusivo de la publicidad oficial, el acceso irrestricto a radios antes opositoras (léase Radio 10 de Hadad) para criticar a otros medios, el manejo dictatorial de los medios públicos (léase los levantamientos de los programas de Pepe Eliaschev y de Víctor Hugo Morales), la falta de diálogo con la prensa, la ausencia de conferencias de prensa, el temor de los ministros a hablar on the record, etcétera.
En suma, las rabietas presidenciales indican el estado de ánimo de de dos personas. Lástima que ese estado de ánimo, se expresa en actos jurídicos que sí violan la libertad de prensa.
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